Paseando de noche con mi mujer por la Baixa de Lisboa, dos tipos mal encarados se nos acercaron. Mientras el más alto miraba a uno ... y otro lado, su compañero, bajito y cejijunto, nos tentó con voz inquietante: «¿Queréis cocaína?». Mi primera reacción fue de satisfacción: por fin había alguien a quien le parecía vicioso y canalla y no un señor educado y aburrido. Pero aquellas cejas tan juntas, aquella invasión de mi espacio vital, aquel aspecto tan aparente para un casting de camellos asesinos me espantaron y, cobarde y egoísta, me alejé deprisa dejando sola a mi mujer.
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Ella no se amilanó, miró al vendedor de farlopa con displicencia y le soltó un aviso surrealista en perfecto castellano: «No entiendo nada, soy rusa». El traficante callejero se quedó atónito, no reaccionó hasta que procesó la frase, no fue capaz de asimilarla y, tan cobarde como yo, salió corriendo seguido de su colega, que debió de pensar que mi mujer era, por lo menos, del KGB.
Cada vez que me llaman por teléfono a la hora de la siesta para pedirme que envíe un wasap, mi currículo o la cuenta donde pago la factura de la luz, me acuerdo de aquellos camellos portugueses porque la situación es parecida. Para afrontar el acoso, he recurrido a fórmulas variadas: decir que no realizo transacciones telefónicas, pero eso les daba lo mismo; imitar la voz de un anciano desahuciado, pero colgaban y llamaban al instante preguntando por mi hijo… Me apunté a la lista Robinson, bloqueé números, instalé aplicaciones antispam, pero no había manera, seguían llamando hasta que he decidido imitar a mi mujer. «No entiendo nada, soy rusa», respondo ahora con voz de hombre. Callan y, oye, han dejado de llamar.
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